SIN PERMISO
Mediodía, templado aún, en un restaurante elegante pero sobrio, uno de esos donde los cuchillos no suenan y las servilletas nunca tocan el suelo.
Entró sin reserva, caminando levemente. Se sentó junto a la ventana y pidió el menú.
Cuando llegó el ragú no tocó los cubiertos. Los apartó con cuidado, comiendo con las manos, sin prisa, sin ruido.
Una mujer frunció la nariz. El camarero dejó otro juego de cubiertos junto al plato. Ella no los tocó.
Terminó, limpió sus dedos con pan, dejó el dinero justo y se fue.
Nadie dijo nada, pero el murmullo se quedó pegado a las servilletas.
Días después, apareció levemente en la plaza. Llevaba sandalias, una túnica sencilla, sin ropa interior.
Se descalzó, se sentó en el borde de la fuente y sumergió los pies. Luego se mojó la nuca, los brazos, el cuello.
Una anciana la miró con desaprobación. Un niño se detuvo a observarla. El guardia se acercó:
—No está prohibido, pero no es decoroso.
Sonriendo sin decir nada, se fue.
Accedió a la biblioteca, levemente, con la misma túnica, los pies aún mojados. Tomó un libro de la estantería baja y se sentó en el suelo, junto a la ventana.
Allí mismo leyó, sobre sus piernas recogidas. Luego se estiró, arqueó la espalda, cerró los ojos un instante.
Dos estudiantes la miraron de reojo. Una bibliotecaria se acercó y murmuró, apenas:
—Hay sillas disponibles.
Ella asintió, pero no se movió.
La galería, llena de copas, murmullos, luz blanca de ese sol demoledor. El aire acondicionado, desesperado por encontrar quién le arrancase de su siesta en aquel agosto.
Ella entró, levemente. Dio un breve rodeo y se detuvo frente a un lienzo oscuro. Allí, sin decir palabra, se quitó la túnica, la dobló con cuidado y la dejó a sus pies.
Estaba empapada en sudor. Permaneció de pie, desnuda, inmóvil. No miraba a nadie. Tampoco posaba.
Una mujer dejó caer su copa. Un crítico murmuró:
—¿Esto formaba parte…?
Una asistente se le acercó.
—Por favor…
Ella la miró.
—Hace demasiado calor —dijo.
Volvió a vestirse con la misma calma. Y salió.
Ya en la Gran Vía, desnuda, sin rumbo visible, levemente. Solo esas sandalias. En una mano, la túnica doblada.
No miraba a nadie.
Un niño tiró del brazo de su madre.
—¿Por qué va así?
La madre no respondió. Un policía dudó, levantó la mano, luego la bajó. Una joven con hiyab se dio la vuelta.
Nadie supo qué hacer.
Ella dobló por una calle lateral y desapareció. Seguramente regresó a su lugar.
Aquí quedaron solo preguntas. No sobre ella, sino sobre nosotros.
Sobre cuánto puede torcerse una costumbre sin romperse.
¿Sobre cuánto tiene que incomodar para que deje de ser libertad?
Jose Manuel Arnaiz
La Revilla, Cantabria, agosto de 2025