La vista abierta
Nadie sabía su nombre, pero el forastero llegó al pueblo contando a todos lo que había visto. En el bar, en la pensión, en el supermercado. Decía que, al venir, se había equivocado de camino: el arroyo parecía el de siempre, aunque no lo era. Y tras un buen rato de andar, el terreno dejó de resultarle familiar.
Fue entonces cuando salió del bosque y vio frente a él un pico cercano con forma inusual. Tanto le llamó la atención que decidió subir.
Desde la cima, según contaba, la vista era imponente.
El valle se extendía entero bajo sus pies: tejados de barro pardo, linderos marcados por hileras de álamos, y caminos que se cruzan donde a alguien le pareció bien.
El río, serpenteante, brillaba a lo lejos.
En aquel atardecer, el cielo mostraba grupos de nubes que el sol atravesaba aquí y allá, enviando haces de luz casi sobrenaturales.
Desde allí se podía ver —decía— no sólo el pueblo, sino también los contornos de otras aldeas, dispersas, exhalando columnas de humo blanco.
Lo contaba a quien quisiera oír, con esa seguridad entusiasta de quien ha descubierto algo excepcional, un fenómeno que merecía ser visto por todo el mundo.
Recibió sonrisas amables, aburridas, incluso alguna dibujada con rotulador.
Yo no dije nada.
Porque lo que él vio —esa vista abierta y luminosa— era, en efecto, imponente.
Pero algo más al norte, entre los pliegues de la ladera, hay un claro.
Desde allí, si uno se adentra y encuentra un sendero apenas visible, se llega al Garmo Azul.
Más abrupto. Mucho más.
Más alto. Mucho más.
Y desde esa altura, con algo de suerte, se alcanza a ver, lejanísima, la cresta de la Foratata.
No está en los mapas.
No aparece siempre.
Pero cuando el sol se pone, se revela.
Algunos han ido. Una vez allí, no se olvida nunca.
¿Quién sabe si más allá habrá cumbres que aún esperan ser nombradas?

