Del capital al cálculo: El nuevo escenario geoestratégico
RESUMEN EJECUTIVO: Del Capital al Cálculo
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El orden económico global ha cambiado de motor, pero las instituciones operan con el manual del siglo pasado. Este documento analiza la ruptura definitiva del modelo de globalización tradicional y describe la nueva reconfiguración geoestratégica impulsada por la Inteligencia Artificial (IA).
Las Tesis Centrales:
El fin del arbitraje de costes: La estrategia de producir donde es barato ha muerto; la IA invalida la ventaja competitiva de la mano de obra de bajo coste al desplazar el valor hacia el tooling y la infraestructura.
La nueva Soberanía Funcional: La soberanía ya no se define como autosuficiencia, sino como la capacidad efectiva de operar sin quedar paralizado por decisiones externas.
El Estado como Habilitador: El papel del sector público se desplaza de la regulación de costes hacia la provisión de condiciones críticas: energía abundante, infraestructura de cómputo y arquitectura regulatoria del dato.
La Asimetría de la Sostenibilidad: Mientras otros bloques usan la sostenibilidad como instrumento competitivo, en Europa opera como una restricción estructural ex ante que puede actuar como un freno al crecimiento en sectores intensivos.
La IA como Amplificador: La divergencia no surgirá por falta de acceso a la tecnología, sino por la incapacidad de integrarla de forma sistémica en procesos ya estructurados.
Conclusión Estratégica:
El Estado ya no manda en el sentido clásico, sino que condiciona el entorno donde otros deciden7. Ignorar este cambio no conduce a la neutralidad, sino a una trayectoria de desplazamiento y pérdida de relevancia funcional en el sistema global.
El capital como base de creación de valor
Durante más de un siglo, el crecimiento económico global ha seguido un patrón reconocible: los países situados en el cénit de la productividad expanden su nivel de vida apoyándose en asimetrías estructurales con regiones menos desarrolladas. Estas asimetrías —salarios, capital disponible, tecnología, regulación o acceso a mercados— permiten transferir capacidad productiva hacia zonas infra-productivas, elevando gradualmente su nivel de vida mientras los países desarrollados conservan la primacía económica.
En una primera fase, Europa y Estados Unidos consolidaron su crecimiento explotando estas diferencias frente a Asia oriental, India y China, regiones con abundante mano de obra y bajo nivel de vida. La externalización industrial permitió mantener precios bajos y expandir el consumo interno, mientras el control del capital necesario para construir las fábricas, la tecnología necesaria y el acceso a los mercados permanecía en Occidente. Los países sin capacidad de formar capital dependen de fondos externos. Y quien controla el capital decide dónde se fabrica, qué se produce y bajo qué condiciones.
Posteriormente, Japón, Corea del Sur, Taiwán y Singapur lograron romper esta dinámica al escalar la cadena de valor, acumular capital propio y dominar procesos industriales avanzados, incorporándose al núcleo desarrollado.
Europa y Estados Unidos asumieron que esta ventaja era permanente, y conservaron internamente solo la capa de tecnología, inteligencia y servicios, delegando el resto a zonas de menor coste y, por supuesto, su capacidad de crear capital.
Estados Unidos ha logrado mantener el liderazgo gracias al desarrollo de la tecnología digital y a su capacidad de convertir innovación en mercado. Asia avanzada —China, Japón, Corea, Taiwán— ha llegado a dominar, por su parte, la ejecución industrial, la producción a escala y los procesos críticos. India emerge como un actor híbrido, fuerte en software y servicios tecnológicos, con potencial para convertirse en un tercer polo. Europa, en cambio, h a quedado rezagada en la capacidad de escalar, crear plataformas globales y transformar innovación en control de mercado. Y quedan América central y del sur y África, sobre quienes China aplica similares principios a los que usaron Europa y Estados Unidos con ella misma.
El resultado, hasta hace bien poco, parecía que podía llegar a ser una convergencia hacia la igualdad plena en todo el Mundo en unas décadas. Una estructura global más amplia de países funcionales, con el control real concentrado en quienes dominan capital, tecnología avanzada y la regulación. Esta ha sido la lógica profunda que ha gobernado la transición del sistema hacia un entorno globalizado.
La sostenibilidad como nueva asimetría estructural
A esta dinámica histórica se ha añadido un nuevo factor de asimetría: el medio ambiente y la sostenibilidad. A diferencia de las anteriores, esta asimetría no surge de una escasez objetiva, sino de decisiones políticas, sociales y culturales divergentes entre bloques. Cada bloque asigna a la sostenibilidad una intensidad y un enfoque diferentes, lo que posiciona a unos mejor que a otros en términos de competitividad económica.
Europa ha interiorizado la sostenibilidad como una restricción estructural. Los estándares ambientales, laborales y sociales se aplican de forma ex ante y homogénea, elevando los costes de producción, ralentizando la ejecución industrial y limitando el uso intensivo de recursos naturales y humanos. La sostenibilidad, tal como se aplica hoy, representa un desafío de sincronización competitiva: es un objetivo irrenunciable que, sin embargo, eleva la fricción operativa frente a bloques con normativas más elásticas. Es la realidad de hoy, juzgue cada uno.
Estados Unidos adopta una aproximación distinta, más pragmática y selectiva. Integra la sostenibilidad cuando refuerza su liderazgo tecnológico o industrial, o cuando puede compensar los costes mediante escala, subsidios y política industrial. No actúa como una restricción general, sino como un instrumento más dentro de una estrategia competitiva.
En contraste, buena parte del resto del mundo trata el medio ambiente como una variable secundaria. La presión sobre los recursos naturales y humanos se acepta como palanca de crecimiento acelerado, posponiendo la corrección de externalidades para etapas posteriores del desarrollo.
El efecto sistémico es una nueva brecha competitiva. Mientras la sostenibilidad no se traduzca en tecnología exportable, estándares globales o barreras efectivas de acceso a mercado, actúa principalmente como una desventaja relativa para Europa dentro del proceso de convergencia global.
Internet y smartphone como aceleradores de la reconfiguración geoestratégica
La introducción de Internet y, posteriormente, del smartphone no solo transformó los hábitos de consumo o los modelos de negocio, sino que alteró de forma estructural el equilibrio geoestratégico global. Al reducir drásticamente los costes de coordinación, información y transacción, estos instrumentos erosionaron ventajas históricas ligadas a la localización, al control de mercados nacionales y a la intermediación física.
Desde una perspectiva geoestratégica, el primer efecto ha sido la pérdida de control territorial del mercado. La capacidad de operar, vender y coordinar actividad económica ha dejado de depender del dominio físico del espacio o de redes comerciales locales. Esto ha debilitado a los Estados y actores económicos cuya ventaja se apoyaba en regulaciones, barreras administrativas o estructuras nacionales protegidas.
En segundo lugar, Internet y el smartphone han acelerado una homogeneización global de la demanda, no solo cultural sino estratégica. Los consumidores de distintos países han comenzado a exigir productos, servicios y niveles de calidad comparables, lo que ha favorecido a los productores capaces de operar a escala global y penalizado a quienes dependen de mercados cautivos o diferenciación local. Esta uniformización ha reforzado la concentración del poder en actores con capacidad tecnológica, logística y financiera transnacional.
Un tercer efecto clave ha sido el aumento radical de la transparencia estratégica. La información sobre precios, calidad, capacidades productivas y reputación dejó de estar fragmentada por fronteras. Esto ha reducido la capacidad de los Estados y empresas de capturar rentas mediante opacidad, y ha trasladado ventaja a quienes dominan datos, plataformas y sistemas de reputación globales.
La reducción de fricciones en pagos, logística y contratación ha tenido además un impacto directo sobre las barreras de entrada geoestratégicas. Plataformas como Amazon, Alibaba, Temu o Mercado Libre han permitido a productores de países en desarrollo acceder directamente a mercados de países desarrollados, acortando cadenas de valor y desplazando estructuras tradicionales de intermediación económica. Modelos híbridos como Inditex han demostrado que incluso actores físicos pueden reconfigurar su posición estratégica integrando datos y tecnología, sin depender exclusivamente de presencia territorial.
La generalización de Internet y del smartphone no ha distribuido el poder de forma neutral: ha permitido a Estados Unidos mantener y reforzar su posición al situarse en la cresta de la evolución tecnológica y controlar plataformas, estándares, datos y herramientas digitales. Europa, en cambio, ha perdido peso relativo al no liderar esta transición ni escalar globalmente sus modelos, viendo erosionadas sus defensas tradicionales sin generar ventajas compensatorias equivalentes. Para los países en desarrollo, la reducción de fricciones ha facilitado el acceso directo a mercados desarrollados y Ha acelerado su emergencia, acortando cadenas de valor y reordenando el equilibrio geoestratégico del sistema.
Inteligencia artificial como ruptura de las trayectorias de productividad
Pero una nueva y gigante ola se nos viene encima. Tal como se observa hoy, la inteligencia artificial introduce un salto cuántico en productividad, no solo por la magnitud del avance, sino por su amplitud de aplicación. A diferencia de transformaciones anteriores, no actúa sobre sectores o funciones concretas, sino de forma simultánea sobre amplios espacios de decisión, coordinación y ejecución, alterando las condiciones bajo las cuales se organizan economías completas.
El primer efecto estructural es la ruptura de las trayectorias de convergencia basadas en costes laborales. La IA reduce la relevancia del trabajo humano en una gama creciente de actividades y permite reorganizar procesos productivos con menor dependencia de la localización y de cadenas largas. Esto cuestiona el modelo mediante el cual muchos países habían avanzado integrándose en la producción global a partir de salarios bajos.
En segundo lugar, el foco de la ventaja se desplaza desde el trabajo hacia la infraestructura habilitadora. La capacidad de cómputo, el acceso a energía, la disponibilidad de datos, los modelos y las herramientas de integración pasan a ser los factores determinantes de la productividad efectiva. Estos elementos requieren inversión sostenida, coordinación y escala, y no están distribuidos de forma homogénea, lo que introduce nuevas barreras de entrada que ya no son principalmente nacionales, sino empresariales.
La IA no actúa de forma neutral: amplifica lo que ya existe. Allí donde hay capital, procesos estructurados y capacidad de integración, la mejora de productividad es rápida y acumulativa. Donde estas bases son débiles, la adopción genera beneficios parciales sin transformar el modelo. La divergencia no se produce por falta de acceso a la tecnología, sino por incapacidad de integrarla de forma sistémica.
Este cambio altera de forma profunda el planteamiento clásico de la geoestrategia. Durante la era industrial, los factores decisivos de competitividad estuvieron mayoritariamente bajo control estatal. La regulación laboral y medioambiental, la fiscalidad, los aranceles, las licencias y el control territorial determinaban los costes, la localización y la viabilidad de la actividad productiva. El marco nacional fijaba las reglas y la empresa se adaptaba al país.
Ese esquema se debilita con la economía digital avanzada impulsada por la IA. Los factores críticos dejan de ser principalmente laborales o regulatorios y pasan a concentrarse en elementos de distinta naturaleza: energía abundante y estable, infraestructura digital y de cómputo, acceso a datos, protección —o exposición— del know-how, y capacidad de escalar sin fricción jurídica. Estos factores no se gobiernan con las herramientas tradicionales del Estado industrial.
Como consecuencia, el papel del Estado se desplaza desde la regulación directa de costes hacia la provisión de condiciones habilitadoras. Ya no determina tanto el precio del trabajo o del capital como el entorno en el que pueden existir —o no— determinados ecosistemas productivos. El Estado no produce, pero su ausencia, su error o su inestabilidad bloquean la actividad.
Este nuevo papel se concreta en varias funciones. El Estado actúa como orquestador de infraestructuras críticas, garantizando energía, redes, suelo, permisos y estabilidad para sostener centros de datos, redes digitales y clusters tecnológicos. Ejerce además como arquitecto regulatorio del dato y del conocimiento, definiendo qué datos pueden utilizarse, cómo circulan, qué se protege y qué se comparte. Este papel es estructural, pero no está exento de riesgos: una regulación excesivamente restrictiva puede fragmentar los flujos de datos, limitar la escala efectiva de los modelos y reproducir, en el ámbito digital, dinámicas de sobreprotección similares a las observadas en materia medioambiental, con pérdida de velocidad y capacidad competitiva relativa.
Asimismo, el Estado pasa a garantizar una soberanía funcional mínima. No controla toda la cadena ni sustituye al mercado, pero debe evitar dependencias totales de proveedores únicos en infraestructuras críticas, asegurar la existencia de capacidades nacionales básicas —energía, cómputo, datos y know-how— y conservar margen de maniobra ante disrupciones tecnológicas, comerciales o geopolíticas. La soberanía deja de entenderse como autosuficiencia y pasa a definirse como capacidad efectiva de seguir operando sin quedar paralizado por decisiones externas. Si es que la territorialidad continúa siendo soberana.
Además de condicionar el entorno, los Estados pueden favorecer activamente el desarrollo de tecnología, infraestructura, herramientas y aplicaciones dentro de su propio territorio. Esto implica atraer y retener talento, capital tecnológico y capacidades organizativas, así como facilitar el acceso a financiación y crédito para proyectos intensivos en capital y de maduración larga. La ausencia de estas políticas no conduce a una posición neutra, sino a una pérdida acelerada de posición relativa, relegando a la economía a funciones de bajo valor añadido y a una dependencia estructural de tecnologías y decisiones externas.
Este desplazamiento implica pérdidas claras. El Estado ve reducida su capacidad de proteger sectores mediante aranceles clásicos, de imponer costes sin provocar fuga de actividad y de controlar cadenas de valor completas. El uso de herramientas heredadas del modelo industrial no corrige desequilibrios: expulsa actividad.
A cambio, los Estados que se adaptan ganan una capacidad distinta. Pueden posicionarse como nodos indispensables del sistema, influir indirectamente en estándares y prácticas globales y capturar parte del valor generado sin gestionarlo directamente. En este contexto, el Estado ya no manda en el sentido clásico: condiciona el entorno en el que otros toman decisiones.
El efecto agregado es una reordenación de las posiciones relativas dentro del sistema global. La IA no elimina la convergencia, pero la vuelve más exigente, menos lineal y más dependiente de capacidades estructurales previas, desplazando parte del centro de gravedad desde los Estados hacia actores empresariales capaces de operar sistemas complejos a escala.
Conclusión: adaptación o desplazamiento
La conclusión es clara: los Estados deben adaptarse si no quieren quedar fuera de este nuevo giro. Es probable que se produzcan correcciones severas en la cotización de empresas ligadas a la inteligencia artificial, del mismo modo que ocurrió tras la primera expansión de Internet. Sin embargo, estas correcciones no alteran la dirección del proceso: la IA ha llegado para permanecer y seguirá reconfigurando las trayectorias de productividad y organización económica.
Es razonable anticipar una evolución parcial desde modelos de IA altamente centralizados hacia arquitecturas más distribuidas, desde grandes modelos generalistas hacia modelos más pequeños y especializados, impulsada por consideraciones de soberanía no solo estatal, sino también empresarial y personal. Esta evolución puede modificar la forma de uso y despliegue de la IA, pero no elimina los factores estructurales del sistema.
Los grandes centros de datos, el consumo intensivo de energía, el acceso a volúmenes relevantes de datos y la capacidad de integrarlos en procesos reales seguirán siendo elementos determinantes. La infraestructura física y digital se consolida como base material del nuevo paradigma, condicionando quién puede escalar, a qué velocidad y con qué grado de autonomía.
En este contexto, los Estados que no ajusten su rol —limitándose a regular desde esquemas heredados del modelo industrial— corren el riesgo de una pérdida sostenida de relevancia funcional. No se trata de intervenir más, sino de intervenir de otra manera: habilitando infraestructuras, atrayendo capacidades, evitando dependencias absolutas y permitiendo que tecnología, capital y talento se anclen al territorio. La alternativa no es la neutralidad, sino una trayectoria de desplazamiento progresivo dentro del sistema global.
Desperdiciar la capacidad de generación de capital (si es que aún existe más allá de la deuda soberana) sería un error: tenemos una oportunidad de oro. ¡No la dejemos escapar!


